Mi primera ouija TM
Un relato de Ana saiz.
Hay cosas con las que no se juega.
Mi abuela, que era un rato supersticiosa, decía esa frase muy a menudo. En esta empresa, sin embargo, es tabú. Y es que uno de los lemas de nuestra fábrica de juguetes es que no solo se puede, sino que se debe jugar con todo. Con todo.
Entré a trabajar aquí como creativa, hace ya mucho tiempo. Y no pude hacerlo en peor momento: a los pocos meses, atravesamos una crisis. Una muy gorda, que prometía acabar con una empresa familiar centenaria y un montón de empleos.
Un buen día, atravesé las puertas de la oficina y me la encontré sumida en el caos. Gente corriendo por todas partes, gente gritando, gente gesticulando como quien dirige un avión recién aterrizado. Se habían publicado los últimos estudios de mercado, y todo apuntaba a que el regalo estrella de esas navidades iban a ser los teléfonos móviles.
Los adultos le habían perdido el miedo a la revolución tecnológica de los últimos años y ya estaban dispuestos a permitir que también sus hijos los utilizaran. Habían dejado de considerarlos freidoras de cerebros y empezaban a verle ventajas a que los niños pudiesen estar en comunicación con ellos en cualquier momento y desde cualquier parte. Mientras, los tenían encantados de ser los orgullosos poseedores de un cacharrito brillante y luminoso, que, encima, cada vez ofrecía más posibilidades de ocio y acceso al conocimiento.
Con esas premisas, ¿quién iba a pedirle a los Reyes Magos un objeto de plástico, cartón o madera que solo era un juguete?
Era el desastre, el final, la hecatombe.
Yo, que llevaba tiempo con la sensación de que ya tenían móvil hasta los gatos, creí que era un tanto alarmista y sin mucho fundamento. Pero qué iba a saber, si era nueva. Así que me preocupé de verdad y quise dar todo de mí para evitar que nos fuésemos a la ruina.
Lo primero que se hizo —cuando todo el mundo se cansó de correr, gritar y gesticular, y se empezó a pensar con la mente fría— fue montar un gabinete de crisis. En él, al equipo creativo se nos asignó la tarea de idear el juguete definitivo que le ganase la batalla al codiciado móvil. Una tarea nada sencilla, como se pueden imaginar.
Enseguida perdí la cuenta de las horas sentados en la mesa de reuniones, los termos de café, los papeles garabateados con las ideas que salían de los brainstorming —a cada cual más absurda— y los botes de antiojeras gastados. No sabría decir cuánto sueño acumulado tenía el día en que la directora creativa nos recordó que nuestro lema era «No solo se puede, sino que se debe jugar con todo», y yo, al instante, pensé en mi abuela. Y se me encendió la bombillita como a un dibujo animado.
Rápidamente, alimentados por el exceso de café y la falta de descanso, los recuerdos y las ideas se encadenaron en mi mente. Sobreexcitada y sin ningún tipo de autocontrol, las puse sobre la mesa.
—Cuando éramos pequeñas, mi prima y yo siempre quisimos jugar con una ouija.
Después de unos segundos en los que todo el equipo creativo me miró como si estuviesen debatiéndose entre echarse a reír o levantarse y mandar el trabajo a la mierda definitivamente, la directora rompió el silencio con un hilo de voz.
—Mercedes… ¿estás proponiendo que vendamos una ouija a los niños?
—¡No, no! Una de verdad no, claro. Una de juguete.
—¿Se puede hacer una ouija que no sea de verdad? —preguntó alguien, no recuerdo quién.
—Claro, ¿no? Una de verdad tendrá que estar… ¿bendita? ¿Maldita? ¿Hechizada? Algo así, ¿no? Suponiendo que creyésemos en esas cosas, ¿eh?, que no quiere decir que yo… —Reí.
Mis compañeros se miraron entre ellos y a la directora, pero nadie me impidió seguir hablando.
—Pensadlo. —Levanté el pulgar para enumerar—: Con el móvil te puedes comunicar con cualquiera en este mundo. Con la ouija, tienes acceso al Más Allá.
La persona que se sentaba frente a mí hizo un gesto con la boca que me pareció de convencimiento, así que me animé a seguir. Levanté el índice.
—Con el móvil, tienes acceso a muchísima información, sí. Pero ¿y la que te pueden dar la cantidad de personas que vivieron otras épocas, otros momentos históricos…?
—Me están dando escalofríos —susurró quien estaba a mi lado. Escalofríos de emoción, supuse.
—¡A mí también! —exclamé, y levanté el dedo corazón—. En cuanto al ocio… ¿qué hay más emocionante que una experiencia sobrenatural? ¡No hay videojuego que supere eso!
—Un momento. —Apareció el aguafiestas. Siempre tiene que haber un aguafiestas—. Pero no va a hacer nada de todo eso, decíamos que no era de verdad, ¿no? —Representó las comillas con los dedos—. «Suponiendo que creyésemos en esas cosas…».
—¡Claro! Por eso lo venderemos como algo de iniciación. En una «Mi primera cocina» no se cocina de verdad, y en un «Mi primer huerto» tampoco se plantan verduras…
—«Mi primera ouija»… —dijo la directora creativa, entre sorbos de café.
—«Mi primera ouija» —confirmé con entusiasmo.
Tampoco sabría decir cuánto sueño acumulado tenían mis compañeros y si les afectaba más o menos que a mí, pero pude ver, en la manera en que se iluminaban sus caras, que acababa de abrir la puerta a la esperanza de pillar la cama a gusto por primera vez en muchos días.
Seguramente por eso nadie puso la menor objeción cuando la directora se levantó y, abriendo el armario de materiales, dijo:
—Vamos a hacer un prototipo.
Enseguida nos pusimos manos a la obra. Todo el mundo tenía una idea mínima de qué era una ouija, pero ninguno conocíamos exactamente sus componentes ni su mecánica. Así que, mientras unos discutían cuál sería el mejor material, otros dibujaban ideas y otros buscaban documentación en Internet.
Después de unas horas, ya de madrugada y rodeados de unas cajas vacías de pizza, pusimos en el centro de la mesa de reuniones un primer prototipo de cartón compacto bastante apañado. Tenía un diseño clásico y a la vez adecuado para niños, sin un aspecto demasiado aterrador. Con letras divertidas, colores y eso.
Como no terminábamos de ponernos de acuerdo en el mejor diseño para el puntero —y no queríamos pararnos más—, la directora creativa apareció con un vaso de chupito de la sala de juntas VIP y con la petición de que no hiciésemos ningún comentario al respecto.
Así que había llegado el momento de probar el prototipo de «Mi primera ouija». Atenuamos las luces de la sala —por darle algo de ambiente—, nos colocamos alrededor de la mesa y pusimos nuestros dedos índices sobre el culo del vaso.
—Seguro que no va a funcionar, ¿verdad? —dudó alguien.
—Anda, anda, qué va a funcionar… —contestó otro alguien, que debía de tener más prisa por irse a casa.
—Hay que preguntar algo —dije, después de unos segundos de silencio y miradas de reojo.
—Pues venga, dale.
—¿Yo? —En mi cabeza, aquello entraba entre las responsabilidades de una directora creativa. Pero ella no parecía opinar lo mismo.
—¿De quién ha sido la idea?
En aquel momento, como un torbellino, la asociación de ideas que nos había llevado a aquel punto me golpeó en la memoria y me hizo contener la respiración.
«Hay cosas con las que no se juega, Merceditas», me había dicho mi abuela, tras pillarme hablando con mi prima sobre ouijas. «Sobre todo, con las que te pueden dar un susto».
«Perdona, abuela…», pensé.
—Bue-buenas noches —empecé, y se escuchó una risa contenida—. ¡Hay que ser educados! —susurré, molesta. La verdad era que no tenía ni idea de cómo hacerlo—. ¿Hay alguien ahí?
Ni dos segundos tardamos en notar una fuerza que tiraba del vaso y lo colocaba sobre el «SÍ», que alguien había pintado con purpurina dorada.
—¡Oye, no hagáis el tonto! —la directora nos regañó como a niños, y como niños contestamos todos que nosotros no habíamos sido.
Después de unas risitas nerviosas, la mía la primera, volví a preguntar.
—¿Quién eres?
De nuevo, el vaso de chupito se movió enseguida hacia la letra «D», luego a la «O», después a la «N»… Y así siguió un rato, sin asomo de vacilación, mientras las íbamos leyendo en voz alta al unísono.
La gente del equipo que se había dedicado a investigar la mecánica del juego había leído que, la mayoría de las veces, como el vaso lo mueven los jugadores, las distintas fuerzas de cada uno acaban dando como resultado una respuesta totalmente incongruente. Letras aleatorias. Algo sin sentido.
Por eso, a todos nos pilló de sorpresa que el vasito se parase después de haber deletreado, sin error alguno, el nombre de don Casildo Valdivia. «Don» incluido, sí.
Y, por eso, todos separamos el dedo del vaso como si quemara y nos alejamos de la mesa cuanto nos permitieron las dimensiones de la sala. Alguien aumentó la intensidad de las luces hasta casi dejarnos ciegos. Cuando nos vimos bien unos a otros, adultos hechos y derechos, casi pegados a las paredes de la sala de reuniones de una empresa seria, con caras de auténtico terror, nos echamos a reír con las ganas de alguien que lo necesita desde hace bastante tiempo.
—Bueno, ya podéis ir confesando quién ha sido el que se ha atrevido a mencionar el nombre de nuestro fundador en vano, que me lo apunto para las evaluaciones de rendimiento.
Entre risas, la directora creativa levantó el termo de café por enésima vez ese día. Pero el café que salió de él no llegó a la taza: esta se le cayó de las manos cuando vimos el vaso de chupito empezar a vibrar encima del prototipo de «Mi primera ouija». Él solito, sin que nadie lo tocara.
Se paró, y nos quedamos todos callados, mirándolo fijamente, como para convencernos de que lo que acabábamos de ver tenía algún tipo de explicación física. Entonces, volvió a vibrar. Y poco importó el gabinete de crisis, el futuro de la empresa o los puestos de trabajo, allí salió todo el mundo por patas sin pedir permiso a nadie y, en algunos casos, sin recoger siquiera sus pertenencias.
Solo quedamos en la sala la directora creativa y yo. Ella, porque era demasiado responsable. Yo, porque estaba demasiado fascinada.
Las dos nos acercamos al prototipo. Despacio. Pues sí, el vaso se estaba moviendo solo. E, irónicamente, hacía un ruido muy similar al de un móvil en modo vibración cuando recibe una llamada estando sobre una mesa. Nos miramos y, sin decir nada, pusimos a la vez nuestros dedos índices sobre el culo del vaso.
Resultó ser una conversación bastante larga y cansada, pero también de lo más interesante y productiva. Después de echarnos la bronca por manchar la moqueta con el café que acababa de derramar la directora, don Casildo, nuestro fundador, nos estuvo contando que aquella empresa era tanto su vida que jamás había podido separarse de ella. Llevaba años viendo, con desesperante frustración, cómo sus herederos malograban su legado por su poco interés, tomando una mala decisión tras otra y echando siempre la culpa al mercado.
Y estaba tan contento de que hubiésemos contactado con él. Ahora, dijo, podríamos remontar y llevar a la empresa donde siempre debió estar. Despediría a todo el comité de dirección y retomaría las riendas. La directora creativa sería ahora vicepresidenta. Y yo, que tenía la mente abierta y maña con el sistema de comunicación, la mano derecha del presidente. Su mano derecha.
Mi abuela tenía razón, hay cosas con las que no se juega. Un legado familiar centenario y un montón de puestos de trabajo, por ejemplo. O la ouija, claro. «Mi primera ouija» se quedó en el prototipo, es el de esa mesa de ahí. Nunca llegamos a diseñar el puntero, nos quedamos con el vaso de chupito de la sala VIP. Sí, a mí también me gustaban los colores y la purpurina.
También don Casildo tenía razón. Nuestro nuevo modelo de gestión funciona mucho mejor que el anterior y estamos consiguiendo números increíbles en los últimos tiempos. Crecemos y generamos empleo de forma consistente. Claro que eso ustedes ya lo saben. Si no, no me estarían haciendo esta entrevista, ¿verdad?
Ay, está vibrando el vasito.
Perdónenme, tengo que contestar. No hay que hacer esperar al jefe.